Estudiá, decían. Estudiá que es la única forma de conseguir un buen trabajo, porque el trabajo dignifica. Estudiá porque así te respetan, te valoran, y así podés caminar erguido por la vida, con la cabeza bien en alto por sobre los hombros. Aunque eso sea mentira -¿o verdad?- estudiá.
Pero no hicieron alusión a los esfuerzos extra facultativos. No me dijeron nada de los largos viajes dentro de aquella caja tambaleante, atiborrada de seres alienados, de rostros exhaustos, largos y deprimidos. Olvidaron decirme sobre las pieles pegajosas en verano y los mocos fríos de invierno. No mencionaron que en mi primer año de facultad, pasaría incontables horas perdidas sobre la ruta 22, subido a un colectivo.
Recuerdo con ternura el esfuerzo y me compadezco de mi yo de 21 años. Para lograr ser puntual en mis cursados, debía salir tres horas antes de casa: pues tardaba una hora hasta la parada en Neuquén y otras casi dos horas en el transporte a General Roca, donde estudio. Prácticamente igual era el regreso: tres horas para volver a casa, y casi dos recorriendo 40 km en ruta.
Claramente en estos viajes, el tiempo no se corresponde con la distancia: ¿dos horas para hacer 40 km? Pues así es.
El fastidio era aún mayor cuando debías ir de pie; el traqueteo incesante bajo los pies y las oscilantes maniobras en curva perturbaban el cuerpo cansado. Anhelás casi con desesperación un asiento; adelante no; allí es solo cuestión de tiempo para que un anciano, una anciana, un discapacitado o una embarazada suba y debas dejar el trono en pos de la moral y así recibir la honra por buen ciudadano.
Y ni que hablar si lograbas sentarte; comenzaba un juego casi morboso: el del “cabeceo”. Para muchos, es fácil apoyar la cabeza en el vidrio o el respaldo del asiento y entregarse por completo a los placeres oníricos como si estuvieran en la cotidianidad de su morada; pero para los individuos a los que no les cuesta incomodarse como yo, no es grato sentir cómo de a poco se pierde el control de las capacidades motrices y comienza ese cabeceo intenso luego de quince minutos, al quedar completamente hipnotizado por el regular andar de las ruedas besando la calzada; paso seguido es mirar y escanear el entorno para corroborar si alguien detectó el embarazoso episodio; con suerte solo dos, o tres, o quizás diez lo vieron…
Es fácil detectar quién ya ha olvidado la vergüenza y se ha entregado por completo a la profundidad de los sueños; pues desde sus cabezas colgantes – cuyo movimiento es similar al de los muñecos que reposan en las lunetas de los taxis-, suele forjarse un puente de saliva de diez centímetros entre la boca y el hombro.
El tráfico en esta zona de la 22 es intenso y pesado, literalmente. A simple vista parece haber la misma cantidad de camiones y de autos. Y todos sabemos lo que es ir a paso de tortuga lisiada detrás de los vehículos de carga, observando el cartelito de 80 MAX. Si bien es notoria la licencia intangible de crítico experto en todo del argentino promedio, quienes les atribuyen la imprudencia como ley a los choferes de colectivo, la mayoría de los pasajeros cruzamos los dedos pero aplaudimos cuando los conductores deciden superar el desesperante andar mecánico y se lanzan a la suerte sobre la ruta para sortear una fila de tres camiones de dieciséis ruedas cada uno.
A los choferes no sólo se les designa el papel de brutos al volante, sino que el sentido común los reconoce por ser emocionalmente inestables y socialmente insensibles. Está claro que les pagan para manejar, pues cuanto menos hablen, mejor: “Hola, ¿a dónde?, gracias”.
No cuentes con no tener saldo en la tarjeta; y si es así, ruega que algún pasajero se compadezca y te otorgue la suya; sino, no importa qué tan profunda sea la noche ni si el único rastro urbano afuera en 40km a la redonda es la garita de la parada: el conductor no dudará en decir:
-Te vas a tener que bajar si no tenés saldo. Son las políticas de la empresa.
Como yo, muchos aventureros decidieron tomar ese camino, un camino difícil, y no estoy metaforizando. Hablo de la Ruta 22 del Alto Valle. Pero desearía que no decaigan. Peor sería no poder estudiar, como todos dicen. O tal vez no… la verdad no lo sé. En fin, mis condolencias para ellos.
Por Manuel Casella