Martes
Es martes y comienza el regreso a casa. A las 7.30 empiezo a juntar la ropa en la valija y a cargar en el auto todo lo que hay que llevar. La gata me acompaña en los preparativos del viaje, subiendo y bajando la escalera tantas veces como yo lo hago. Cuando me retiro, ella está debajo de la mesa ratona, ocultando la cara, como buscando que yo no pudiera verle su tristeza por quedarse sola; como lxs niñxs cuando se esconden para llorar. Sólo asoma su cuerpo blanco y negro, hasta el cuello, bajo la tabla. Me voy con esa imagen de gata sin rostro.
Paso por la facultad a votar y por la librería para terminar corroborando que Secretos de familia se vuelve a vender como pan caliente y que hay que encargarlo.
Ya son pasadas las 10 cuando emprendo la ruta 22 hacia el este, por enésima vez. El sol me hace recordar, enseguida, el pensamiento ridículo de la noche anterior de volverme en colectivo porque el pronóstico de la AIC prometía, poco más, el gran diluvio universal.
Ruta y rutina vuelven a fundirse. No se ven avances en las obras de la autopista: los tramos de doble trocha, de desvíos, de trocha simple son exactamente los mismos que hace 4 ó 5 viajes atrás. La posibilidad de adelantarse a un camión depende cada vez más de la calidad de la huella. Hay que adelantarse antes de la curva de Huergo, porque los pasos alternativos que han creado son muy lentos y se hacen tediosos detrás de un camión. Se ve que muchos viajeros se basan en ese criterio, porque un kilómetro antes de un camino alternativo comienza la carrera para no quedar atrás de un camión.
Se pierde la señal y ya no se puede seguir escuchando a la Negra Vernacci. Aprovecho los semáforos de Regina para preparar un CD. Mientras, Kurt Cobain suena desde el pendrive. Lo dejo porque el unplugged combina con cualquier paisaje: queda bien con el valle, pero también con la meseta; con la ciudad, pero también con las chacras de frutales. Le sigue algo de los hermanos Cardozo y Alejandro Balbis que vuelve a decirme –y me encanta que me lo diga- que hay un lugar donde nunca pasa eso que no querés. Y peor: que no corra más, que ya no hay donde huir, que de esta piel no podré escaparme.
Desde que se cruzan las vías del ferrocarril –esta vez no me tocó barrera- empiezan los ruegos silenciosos y casi inconscientes de que la caminera de Chichinales no me haga parar. Ya hice la verificación técnica, está todo bien, ahí tengo el papel, pero no quiero que me pares, no quiero detener mi marcha, quiero llegar a mi casa. Miro al pasar que hay 2 ó 3 autos en la banquina de enfrente. Están exigentes.
Y como el pendrive está muy escuchado y me venía preparando para un homenaje, puse el CD que estaba listo en el asiento de al lado. Viglietti y Benedetti, a dos voces, me acompañarán ahora hasta Beltrán.
Entonces en el auto van: Anaclara, Soledad Barret, la defensa de la alegría, el sombrero en alto de Sandino, lxs desaparecidxs… y pienso que es verdad eso de que están en algún sitio. Sin ir más lejos, el anverso de un cartel de vialidad en Chelforó pregunta “¿dónde está Santiago Maldonado?”. Lo descubro en este viaje. Repaso las palabras de Benedetti, “¿cómo compaginar la aniquiladora idea de la muerte con este incontenible afán de vida?”.
Quiero llegar a Chimpay, desde allí la ruta está más buena. Nada más que por eso. Sé que desde Chimpay me queda media hora hasta Choele y unos 10 ó 15 minutos más hasta Beltrán. Caigo en la cuenta de que en este viaje, extrañamente, no miré la hora en ningún momento. ¿Ya estaré aprendiendo? También perdí la costumbre de mirar el cuentakilómetros y de hacer sumas algebraicas, comparando y sacando diferencias de distancias entre localidades, torres y otros puntos de referencia. Era un lindo entretenimiento, sin embargo.
El poema “los formales y el frío” y la canción “la llamarada” suenan en el trayecto que va desde Choele a Beltrán. A partir de ahora esa música y ese paisaje se llaman el uno al otro cuando uno de los dos aparece en la memoria.
Llegar a Beltrán implica entrar de lleno a la vida institucional: la recta final del año académico es vertiginosa. Lxs alumnxs se abalanzan –luego de mis días de ausencia- consultando sobre monografías, trabajos prácticos y parciales. Resuelvo que no iré esa tarde al círculo de lectura en la biblioteca. Mi mente pide una tregua.
Miércoles
Para todo hay que ir a Choele: para ir al banco, para cargar nafta, para ir a la psicóloga y para tener un lugar donde tomarse una café para empezar a escribir una crónica. Así empieza la mañana del miércoles.
Hay que poner el despertador para ir a Choele a hacer “cosas”. Hay que aprovechar el viaje: no se puede ir a Choele todos los días. A veces hay gente haciendo dedo, pero ya no tanto como en otras épocas. Si me hacen dedo, lxs llevo. Si no, no. A veces dudo con las mujeres. Porque es más común que las mujeres no se animen a hacer dedo. Es obvio, porque ser mujer en nuestra sociedad implica vivir con más temores que el varón. Siempre pienso eso: debería ofrecerme a llevarlas aunque no me lo pidan. Este miércoles no hay mujeres ni hombres, ni a la ida ni a la vuelta. Sólo el paisaje, cada vez más verde, me acompaña. Lo más lindo del trayecto es pasar por el puente. Algún día voy a chocar ahí arriba, porque no puedo evitar voltear la cabeza a un lado y al otro para ver el río, como si fuera la primera vez que paso por ahí, como si no hubiera nacido y crecido en esa isla.
Por la tarde, en el IFDC es un día normal: alumnxs que van cayendo en la cuenta que las oportunidades de salvar cursadas ya son poquísimas, casi nada; consultas; monografías; perros atravesados en los pasillos en sus largas siestas; bebés de alumnas –¡nunca de alumnos!- que se traspasan de brazo en brazo; la merienda comunitaria de las 6 en el hall y el lento desmantelamiento de toda esa escena a medida que anochece.
Jueves
En Beltrán también se pueden hacer algunos trámites: pagar la patente del auto, el gas, la luz. Todos los pagos se hacen en el correo. Salgo caminando a la mañana para aprovechar a hacer un poco de ejercicio. Pero por más que voy a un lugar, luego a la otra punta del pueblo por otro trámite, a rentas, al correo, a pagar el alquiler, en todo el recorrido camino unas 10 ó 12 cuadras, no más. Siempre me pasa eso: salgo a hacer trámites caminando, pero todo queda tan cerca que camino menos que en Fiske cuando trato de estacionar lo más cerca posible del destino. Lo bueno es que todo se hace muy rápido, no se va la mañana en trámites.
Hoy es un día especial en Beltrán: empieza el “Galponeando”. Así se llama el encuentro de teatro adolescente que se realiza desde hace unos 15 años en la localidad. Beltrán tiene una actividad teatral intensa, una sala autogestionada por una cooperativa teatral -que hace poco cumplió los 33- con capacidad para 140 personas y grupos y actividades artísticas se desprenden de ese centro cultural y artístico que es el teatro El galpón.
De ahí viene el nombre “Galponeando”. Este encuentro va por su 13º edición y congrega a más de 100 adolescentes. Este año hay 8 grupos teatreros de diferentes localidades que presentan sus trabajos, participan de talleres en distintos puntos de la localidad y terminan el encuentro el día domingo con una fiesta artística, de música y danza en la plaza del pueblo. En esos 4 días que dura, lxs adolescentes intercambian sus propuestas teatrales, conviven en el gimnasio municipal, en desayunos, almuerzos, pernoctadas, y también en las residencias estudiantiles que hay en la localidad. Esta vez hay menos grupos y el encuentro dura menos días. Es que funciona con donaciones y aportes municipales que se están empezando a recortar. Eso implica más desgaste para lxs organizadorxs y hace que la propuesta se resuma.
El día miércoles ya empiezan los talleres y algunxs alumnxs del Instituto participan, por lo tanto, las aulas están un poco más vacías. Tampoco en el Instituto es un día corriente. Hay un “conversatorio” sobre investigación educativa. Vienen docentes de la FACE y hablan de sus investigaciones. La secretaria académica, Beatriz Celada, cuenta su trabajo sobre discapacidad, pero prefiere hablar de estudiantes en situación de desventaja escolar. ¿Permitirán realmente estas nuevas denominaciones cambiar la mirada sobre la discapacidad o sólo caerán en el eufemismo?
Alejandra Rodríguez de Anca investiga procesos educativos en comunidades mapuche y habla de otras pedagogías y de otras epistemologías. La academia empieza a ver que la colonización es también –o principalmente- epistémica y pedagógica y que se perpetúa si no se logra salir de la lógica de la ciencia occidental.
Una tercera expositora presenta su trabajo de investigación cuyo título tiene 3 renglones y no llego a entender bien a qué apunta. Mientras expone, pienso si tienen realmente relevancia social las investigaciones académicas o si sólo responden a intereses económicos, intelectuales e ideológicos de esa comunidad de mujeres y hombres, tan reducida, que es la docencia académica.
Luego de muchas “categorías situacionales”, “perspectivas”, “dinámicas de inclusión y exclusión”, “dispositivos”, etc. me retiro porque mis alumnxs necesitan clase de consulta.
Viernes
El viernes es el único día que puedo estar en mi casa por la mañana. Aprovecho a escuchar FutuRöck por internet. Descubrí que existía esta radio al poco tiempo de haber sido creada. Pero descubrí la riqueza de su contenido hace apenas unos meses. Me sorprendí de encontrar un trabajo periodístico crítico, responsable, con verdadera perspectiva de género y joven.
Creo que decir “joven” es casi redundante. Creo que lo más lógico es que una propuesta así esté hecha por gente joven. Por algo son siempre lxs jóvenes lxs que están bajo sospecha en nuestra sociedad –además de lxs mapuche y las mujeres-. Confirmo mi elección de escuchar FutuRöck cuando le hacen una entrevista a Leandro Aparicio, uno de los abogados de la familia Solano, que hace un resumen de la causa y de las manipulaciones de la Justicia en Río Negro. Me indigno.
Por la tarde es el parcial de los recursantes de primer año en el Instituto. Ema, una bebé de 8 meses que empezó a ir al Instituto con su mamá cuando tenía una semana, es, como siempre, la protagonista del encuentro con ese grupo de alumnxs. Ema es parte del grupo, puede estar a upa de cualquier compañerx o docente, ríe con todxs.
Tiene puesto un vestido rosado y una vincha blanca con encaje. Parece saber lo hermosa que la ha puesto su mamá porque sigue a todxs con la mirada y una sonrisa conquistadora. Nunca llora. Casi nadie –por no decir nadie- en el Instituto conoce su llanto.
Son las 4 de la tarde y por momentos tiene los ojos a media asta. Intento que se duerma en mis brazos porque se relaja mucho cuando recibe besos, pero no es suficiente. También la madre lo intenta, con la teta. Pero Ema quiere estar despierta en el mundo, absorbiendo todos los estímulos que le ofrece el ambiente. Quiere conocer y reconocer las voces, quiere festejar todos los juegos que le hacen, quiere agarrar todo, golpearlo y tirarlo, quiere hablar, como hacen todxs; ávida de todo lo que le ofrece el mundo exterior, contrarresta las tensiones, angustias y nervios que suelen circular en el ambiente académico. Por suerte, en el Instituto hay varixs Emas.
Cuando salgo del Instituto voy a la casa del Bicentenario porque hay una muestra de grabados y de juguetes artesanales, fabricados con latitas, tapas, hilos, maderas. Me quedo charlando con los creadores. Saco fotos. Su muestra es parte del Galponeando y del clima artístico que se vive en esos días.
Cuando llego, hay un niño y su mamá (también del Instituto) jugando a meter goles a un arco con un muñeco hecho de caños PVC. Tiene que ganarle a un arquero, también de PVC. Otro niño llega más tarde y se entusiasma inmediatamente con la pesca: debe enganchar unas latitas con la caña y el anzuelo. Él se considera un experto en pesca, según explica, porque además, con su familia, ha ido a pescar al puerto se SAO. Esas latitas y ese gancho -aunque funcionen con lógicas totalmente diferentes a los peces de verdad- no deberían poder ganarle a él, que tiene tanta experiencia y siempre le va bien. Cuando yo me retiro del lugar, el niño aún no ha pescado nada. A mí me había llevado algún tiempo, pero una latita había enganchado, por lo menos. Debe ser, precisamente, porque yo no sé pescar.
Sábado
Antes de salir desde Luis Beltrán a Fiske, paso por el gimnasio municipal para ver en qué andan los adolescentes teatreros. Acaban de desayunar y, como están en un gimnasio, luego se ponen a jugar un poco. Está presente Julieta Vinaya, la mamá de Atahualpa, colocándole a todxs una banderita wiphala a modo de prendedor en la blusa. Me llevo una puesta. Atahualpa es aquel joven viedmense que apareció asesinado hace ya varios años a la salida de un boliche y, como ocurre casi siempre, no se sabe nada de nada sobre sus asesinos. Fue Julieta Vinaya la que me dijo hace unos años, en el acampe que tiene la familia Solano frente al Juzgado de Choele Choel, que ser joven, pobre y originario significaba siempre ser sospechoso en nuestra sociedad. Hablábamos de Daniel Solano y de Atahualpa.
Vuelvo a Fiske el sábado porque tengo una entrada para ver a Alejandro Balbis en la Facultad de Humanidades en Neuquén esa misma noche. En el viaje de vuelta me acompaña Paco Ibáñez y con él Góngora, Goytisolo, Celaya y pienso que estaría bueno saber más sobre poesía española. Y también algo de Illapu. Vuelvo a músicas que hacía mucho no escuchaba.
Debo hacer trámites en Fiske y hace mucho calor. El termómetro marca 38º, pero sé que no anda bien. Igual andar por el centro de Fiske se hace insoportable con la temperatura. Busco desesperada un kiosco para tomar algo fresco.
Al atardecer salimos para Neuquén. Hace mucho que no hago ese trayecto y el paisaje se ve muy cambiado: puentes y desvíos en la ruta; torres y construcciones extrañas donde antes había frutales, y detrás de ellos asoman resplandores comparables a pequeñas localidades; la petrolera norteamericana Axion también empieza a ser parte de nuestro paisaje. Recuerdo la oscuridad del camino hace no mucho tiempo atrás. Son torres de gas, me explica mi amiga.
Ella está investigando sobre extractivismo y educación y me dice que quiere acercarse, pero que hay guardias y te toman todos los datos personales y del vehículo si te acercás a esas instalaciones. Me cuenta además, que las escuelas rurales se están quedando sin alumnxs, que la gente va abandonando el lugar porque la chacra dejó de ser una fuente de trabajo. Me pregunto qué pasará con esa población en los centros urbanos dentro de poco, cómo repercutirán estas nuevas configuraciones en el trabajo de lxs docentes, por ejemplo.
Llegamos a la facultad. Esperamos un buen rato a la entrada y entendemos que ya empezamos a funcionar con ritmo uruguayo, con “25 watts”, porque nuestra escena, recostadas en los escalones de la entrada, es como las de la película.
La banda que toca primero se nos hace insoportable: no es buena y encima toca mucho rato. Pero llega Alejandro y levanta. Empieza con temas tranquilos y deja para lo último “El gran pez” y “El lugar”. Ahora me lo dice en vivo: “no corras más, que ya no hay dónde huir”. Esperaba ansiosa esa canción. Los murguistas acostumbran a bajar del escenario y saludar a la gente. Pero no pasa eso en Neuquén. El ambiente sobrio y frío del aula magna impregna el encuentro. Está bueno el recital, pero le falta calidez. Alejandro ve que nadie se acerca a saludar y entonces se retira.
Domingo
Estoy parando en casa de amigxs y compartimos un asado. Les traje paté casero, un vino beltranense Malbec, muy rico, frutos secos y otros productos regionales que vamos compartiendo. En Beltrán esas cosas salen más baratas.
Por esas cosas de la vida, tengo también una entrada para verlo a Balbis en el Teatro de la Estación, en Fiske. Vienen amigxs de Beltrán a verlo. Llegan temprano y están ansiosos, no cuentan con los tiempos de la Estación. Se va juntando la gente en el andén, nos vamos saludando con algunxs conocidos con quienes sólo nos encontramos cuando viene algún músico uruguayo o en las marchas. Nos vamos poniendo al día mientras el espectáculo se retrasa. Lo único que no quiero es que el que toca antes que Balbis sea un bajón como la noche anterior. Pero eso no ocurre. Toca primero un tal Facundo, con su guitarra. Canta hermoso, toca lindo y además tiene claro que el concierto es de Balbis, no de él. Disfruto de la previa. Pero no solamente yo. Todo el público aplaude con entusiasmo, lo nombran, le gritan. Él, humilde, toca unas pocas canciones y se retira. Bien, Facu.
Alejandro cambia la estrategia: empieza cantando “El lugar” y el público corea desde el primer momento. En adelante todo el espectáculo es así, signado por la calidez y la alegría. Ambos son parte del show: Balbis y el público. Ya no hay división, es todo uno, casi como en una guitarreada. Balbis se predispone de otra manera, se lo ve muy contento. Termina el espectáculo y sale afuera porque tiene calor, pero para quedarse charlando con la gente. Charla con todxs, se saca fotos. Es un murguista.
Por Natalia Grossenbacher