No recuerdo cuándo comencé a tener conciencia de lo que veía. Quizá fue a los cuatro años que es la edad de la que tenemos fragmentos más claros. Sí, debió ser ahí.
Puedo decir que tengo muchos recuerdos de mi infancia: mi primer día en el kínder, mis cumpleaños, navidades y por sobre todo cuando viajaba con mi familia. De los viajes tengo un bagaje de recuerdos, pero indudablemente los más queridos son los que hacíamos hacia Argentina. Casi todo el camino intentaba mantenerme despierta, porque por más que ya me conociera todo el paisaje, no quería perderme de ningún detalle.
La represa de Piedra del Águila era una de mis favoritas. El agua azulada bordeada por montículos de tierra seca y pasto, que a lo lejos y con mala vista, podrías llegar a pensar que eran corderos. Me gustaba esa ambigüedad de La Pampa: la tierra áspera y un lago majestuoso que cada año crecía más. Conforme la ruta iba pasando, la vista del agua iba desapareciendo y así el sueño también me iba venciendo.

Represa de Piedra del Águila. Puente del cruce hacia Neuquén.
Siempre despertaba cuando ya estábamos en Neuquén. Quizá eran las luces de la multitrocha las que lograban sacarme del sueño y que en la noche brillaban como luciérnagas gigantes. De niña amaba ese espectáculo. La cantidad de autos que iban y venían, los semáforos, las diferentes pistas –porque en el pueblo desde el que venía de Chile había poco y nada de eso–, en fin, todo aquello que bajo la rutina a nadie asombraría. Me pegaba a la ventana y me decía que cuando grande yo iba a manejar por ahí.

Unos minutos más y llegábamos a mi otro lugar favorito: el puente de Neuquén. Hasta esa edad no había visto una construcción que me asombrara tanto como ese puente. Me quedaba pasmada, y según lo que recuerdo, incluso sonreía mientras miraba los imponentes arcos de cemento.
Mis ojos se desviaban hacia arriba, donde alguien había hecho grafitis y escrito palabras que ya se desvanecieron en mi memoria. ¿Cómo alguien pudo llegar hasta ahí? Era lo que todas las veces me preguntaba en silencio. Imaginaba que con una escalera gigante, aunque tampoco sabía si existía una lo suficientemente alta. Después venía el peaje y mi mamá ya se aprontaba a buscar las monedas justas para pagar.
Alcanzábamos a salir de ahí y venía la misma pregunta de todos los viajes: ¿Por Ruta Chica o por Ruta 22?
–Vamos por ruta chica que hay menos autos–decía mi papá.
–No, prefiero por la 22, que aunque van más camiones está iluminada. Es muy tarde y está muy oscuro para ir por la Chica.
Y ese era todo el debate. Mi papá tomaba hacia la 22 y yo por dentro me alegraba. Porque como precisamente había dicho mi mamá, esa ruta estaba iluminada y yo iba a poder seguir mirando.
Aparecían los álamos, fierros protectores de los frutales de las chacras. Al auto entraba el olor a manzana y yo sentía que estaba nuevamente en ese lugar querido. Las imágenes pasaban rápidamente y las filas de manzanos, tan perfectos unos al lado de otros, componían una franja infinita. De pronto nos acercábamos a algún camión y mi mamá sin decirlo se tensaba. Cuando ya no se contenía (algo tan usual en ella), le decía a mi papá que lo adelantara cuando pudiera porque no le gustaba ir detrás de los camiones. Y en un par de segundos así era.
Unos tramos más y mi papá se salía hacia la banquina, listo para entrar en Allen, el pueblo al que íbamos de visita. Yo siempre recordé que en el inicio del cruce había un arco que decía “Allen”, pero a todos quienes les he preguntado, y que viven ahí, me han dicho que no es así. Puede ser que lo llegué a imaginar y que mi memoria me está jugando una mala pasada o puede ser que ellos no se acuerdan bien.
Al tomar el nuevo camino ya puedo decir que no tenía una clara noción de lo que ocurría. Las vueltas me confundían y sólo percibía que habíamos entrado a la chacra a la que nos dirigíamos. Sabía que el viaje por la ruta ya estaba acabando y que no había necesidad de seguir despierta. El cansancio me iba ganando y Morfeo me tironeaba para acunarme. Un par de pestañeos y caía dormida, con todas las imágenes que se arremolinaban en mi cabeza y que me harían viajar hacia un nuevo lugar.
Por Carol Ailín Ortiz